LA PERVERSA JUSTICIA DEL VENCEDOR
por Horacio Velmont
–Se ofreció una recompensa de 50.000 dólares a quien
aportara tal prueba y el dinero fue depositado en un banco, pero no apareció
nadie con prueba creíble alguna. Auschwitz, capturada por los soviéticos fue
ampliamente remodelada después de la guerra y se construyeron distintos
edificios para que pareciesen enormes “cámaras de gas”. Actualmente Auschwitz
es un gran centro turístico para los polacos.
Pregunta: ¿Existe alguna prueba científica que confirme la
inexistencia de cámaras de gas en Auschwitz?
Respuesta: Sí, efectivamente, en febrero de 1988, el ing.
Fred Lauchter, especialista en el diseño y fabricación de equipos para
ejecución, utilizados en las cárceles de los EE.UU, realizó en Auschwitz la
primera investigación forense en las
“cámaras de gas”.
Los estudios realizados en el lugar y el análisis de
materiales llevados al laboratorio demostraron que las instalaciones en
cuestión nunca habían sido utilizadas -ni hubiesen podido serlo- como cámaras
de gas. El peritaje del Ing. Lauchter fue aceptado como prueba de la defensa
durante el juicio contra Ernst ZÜNDEL en Canadá, en 1988.
Crecemos con el convencimiento de que la historia que nos
enseñan es verdadera, sin cuestionarnos en lo más mínimo de que todo lo
relatado puede ser, desde el principio al fin, falso, incluso diametralmente
opuesto a la verdad.
Lo aceptamos porque en nuestro fuero íntimo sabemos que
estar en lo cierto es sobrevivir y que estar en el error es sucumbir. Y nadie
quiere sucumbir. Esto significa que cuando viene alguien y nos dice que estamos
siendo engañados, nos rebelamos ante tal afirmación y llamamos loco al que
quiere desvirtuar lo que nosotros damos por sentado.
Ésta es nuestra respuesta “racional” a quien nos quiere
supuestamente desengañar. No averiguamos para ver si estamos realmente siendo
engañados, simplemente lo rechazamos automáticamente por un mecanismo de
defensa.
Cuando somos pequeños y nos dicen que los Reyes Magos les
dan regalos a los niños que se portan bien, lo creemos a pie juntillas y así
dejamos, el 6 de enero por la noche, en los zapatitos comida para los camellos.
Y “comprobamos” con felicidad como a la mañana siguiente los zapatitos están llenos
de juguetes y ha desaparecido la comida. ¿Cómo no vamos a creer en los Reyes
Magos?
Más tarde, ya crecidos, cuando nos enteramos de que hemos
sido engañados, no nos hacemos ningún problema porque justificamos el engaño en
la ignorancia de nuestra niñez.
Por supuesto que negar la verdad es hacer como el avestruz,
creyendo que poniendo la cabeza en un hoyo para negar la realidad uno sobrevivirá.
Imaginemos que sea un tractor el que viene hacia el avestruz y éste para
“salvarse” pone su cabeza en un hoyo…
FOTOS TRUCADAS DEL HOLOCAUSTO
¿Acaso no tomamos como un hecho incuesti0nable que los nazis
asesinaron a 6 millones de Judíos en las cámaras de gas, que con los cadáveres
hicieron jabón y fertilizantes? Incluso recuerdo una película donde a los
comensales, a los postres, se les revelaba que el alimento que con tanto gusto
comieron había sido preparada con la
carne de jóvenes judías.
Con estas ideas yo crecí sin cuestionármelas en lo más
mínimo. Y por supuesto también vi la famosa película “Juicio en Nüremberg” en
la que Spencer Tracy hacía el papel de juez y Burt Lancaster el de uno de los
jueces nazis acusados. Y también creí a pie juntillas todo lo que en la
película se mostraba. Hoy, ya despertado, considero un deber ético ratificar el
engaño. Digo “ratificar” porque otros, más preparados que yo, ya lo han dado a
conocer.
Para que se entienda mi postura, no entro a juzgar si los
acusados, juzgados y posteriormente condenados -la mayoría a muerte por
ahorcamiento- eran merecedores de algún castigo (desde ya que yo estoy en contra
de la pena de muerte), sino a que el juicio en el cual fueron sentenciados fue
toda una farsa, habiendo sido solo un acto, no para hacer justicia, sino de
pura venganza. A esto se le suma el fraude de “la solución final”, es decir, a
la supuesta orden dada por Hitler de exterminar a los judíos.
La Infamia de Nüremberg *
El mal llamado Proceso o Juicio de Nüremberg fue un
auténtico baldón a la Justicia y un agravio impenitente al Derecho de gentes.
Resultó una farsa, una patraña descomunal, urdida alevosamente por las
farisaicas “democracias” -de signo capitalista o de corte socialista, en
definitiva la misma ponzoña- que, patrocinadores del capitalismo y del
comunismo, al alimón y de forma conjunta, escenificaron un simulacro y un
macabro ceremonial, una pantomima jurídica, carente de toda legalidad y de
cualquier legitimidad, para perpetrar impunemente, con alarde y prevaricación,
uno de los mayores crímenes consumados, de forma paliatoria.
En la conferencia de Moscú, en el epicentro del comunismo,
celebrada el 30 de octubre de 1943 entre Roosevelt, Churchill y Stalin, se
decidió, siguiendo la doctrina y los métodos de Josué en el Antiguo Testamento,
el aniquilamiento de los adversarios “hasta los últimos confines de la Tierra”,
incluso el sanguinario rojo Stalin en aquella ocasión apuntó la sugerencia de
eliminar sobre el terreno, sin formación de causa, a toda la oficialidad del
ejército germano a partir del grado de capitán y Churchill era de la opinión
que a los principales dirigentes nacionalsocialistas, una vez identificados,
deberían ser fusilados de inmediato tras su apresamiento, evitándose así las
complejidades de un proceso legal. Sus compinches estadounidenses les
persuadieron que era preferible mantener las apariencias, aunque fuese en fraude
de ley, y tratar de decapitar o neutralizar para siempre a los 22 principales
dirigentes del III Reich, habilitando para ello un Estatuto especial, carente
de legalidad penal, que fue acordado en la Conferencia de Londres,
vergonzosamente celebrada a puerta cerrada, el 8 de agosto de 1945, para que
funcionase el futuro Tribunal Militar Internacional de Nüremberg, basado en un
mero acuerdo ejecutivo y que no fue sometido a la ratificación de ningún
parlamento de los países asistentes a la Conferencia de Londres.
El juicio de Nüremberg, que abrió sus sesiones el 20 de
octubre de 1945, fue una cruel represalia y una oprobiosa venganza sin
precedentes, cometida por los vencedores de la II contienda mundial, en un
marco jurídico diseñado “ad hoc” pero desprovisto, como ya hemos hecho alusión,
de cobertura legal alguna para la celebración de un circo semejante, que
culminó con el veredicto del Iº de octubre de 1946 y con la ejecución de las
once penas capitales llevadas a cabo mediante el estrangulamiento de forma paulatina
en la horca, el día 16 de ese mismo mes, coincidiendo con la celebración de la
fiesta judía del Purim.
Todos los dirigentes del Estado alemán eliminados por un
horrendo crimen encubierto de legalidad, mártires del odio incondicional,
murieron con serena valentía y dignidad, con la invocación a Dios para que
protegiese a Alemania en sus últimas y estentóreas palabras pronunciadas ante
el cadalso.
Al haberse celebrado el Juicio sin positivación de derechos
ni garantías legales, ni siquiera las más elementales, los resultados
perniciosos de su veredicto, por otra parte predeterminado, quedarían
funestamente para irremisible deshonra de los vencedores-verdugos, sin el menor
atisbo de legalidad.
La norma tipificadora de los delitos y las correspondientes
penas que lleven aparejadas es un supuesto siempre antecedente, jamás, nunca
jamás, deben ser el resultado posterior a la acción conductual. El derecho
sancionador, por naturaleza, no debe ser arbitrario y mucho menos atrabiliario.
No se pueden juzgar comportamientos realizados de una forma plenamente ajustada
a derecho, con inexistencia de normas que prohíban su comisión y una vez
ejecutada la acción impune, se dicte una norma castigando un hecho que, en el
momento de su ejecución, era plenamente lícito. Crear la tipificación del
delito después de haberse cometido el hecho, como se hizo en el proceso de
Nüremberg, es no solo un despropósito, sino una aberración.
En Nüremberg se juzgaron conductas sin la requerida norma
legal previa, cuya redacción fue improvisada con posterioridad, lo cual era una
flagrante vulneración tanto del principio de legalidad, como de tipicidad, en
relación con delitos y penas.
Además, con este proceder torticero y antijurídico, se
conculcaba otro principio fundamental, expresado y reconocido unánimemente, el
de la irretroactividad de las normas penales cuando son contrarias, agravantes
y perniciosas para los reos, aunque el beneficio sí se pueda aplicar con
posterioridad.
De los cuatro delitos artificiales que se imputaban, que
revoloteaban sobre la sala de audiencias de Nüremberg como una bandada de
cuervos, el cargo acusatorio sobre los que se sentaban en el banquillo de
“complot” no tenía soporte legal ni normativo, era inexistente, carecía de
refrendo jurídico, no estaba tipificado y además, en ninguna legislación, no se
contemplaba tal figura anómala como delito. Se juzgaba impropiamente una nueva
figura jurídica que no tenía, ni tan siquiera, una definición clara ni precisa,
en medio de una inmensa y total inseguridad jurídica para los vencidos. Solo
mentes perversas, como las que pululaban entre bastidores de aquella orgía de
venganza, es decir la mentalidad de la perfidia judaica, era capaz de acusar
sin norma previa y de aplicar un derecho imaginario.
La segunda de las acusaciones versaba sobre supuestos
“crímenes contra la paz y la guerra de agresión”, pero se daba la curiosa y
tozuda circunstancia que tal figura estaba exenta de sanción alguna en el
Derecho Internacional, por tanto no pasaba de ser una apreciación moral, pues
sin sanción no se considera dentro del ámbito del derecho, lo cual no fue óbice
para imponer sanciones de muerte en un juicio que más que presidido por
juristas parecía estar formado por terroristas revestidos de togas por su forma
de proceder.
Por último, en relación al cuarto de los delitos imputados,
apuntar que el inventado delito de “crímenes contra la humanidad” era absolutamente
desconocido hasta ese instante en el mundo del Derecho, se juzgaría sobre una
nueva e inédita categoría jurídica, y, por tanto, inaplicable por desconocida e
inédita, imponiéndose castigos, penas y sanciones a conductas sin tipificación
legal previa, cuya figura delictiva fue incorporada a los textos legales una
vez finalizado incluso el Juicio de Nüremberg que las aplicó, utilizando, de
forma retroactiva, normas posteriores a los acontecimientos acaecidos con
anterioridad a su existencia legal, profanando, con tal proceder ignominioso,
la consagración del principio de la irretroactividad de la norma penal.
Las anomalías e irregularidades procesales sobre los
derechos de los acusados fue una constante, que a cualquier mente no
contaminada o enferma le provoca bochorno. Se juzgaba y condenaba a personas
responsables de las Instituciones del Estado Alemán, como ente de soberanía,
con su propio ordenamiento jurídico legislado por los órganos competentes, con
la sanción de la Jefatura del Estado elevada a la máxima responsabilidad de
gobierno por el respaldo de la voluntad popular expresada libremente en las
urnas, a sabiendas, por las fuerzas vencedoras, que ningún Estado soberano
puede ser juzgado por otro Estado por el principio clásico de paridad del “acto
de Estado”, pues “par in parem non habet juridictionem”.
Se imputaron sin sonrojo y sin apoyo ni respaldo del Derecho
Internacional vigente en aquella época delitos a los líderes y jerarquías
políticas desde instancias ajenas a la soberanía de su Estado soberano. Los
gobernantes encausados, en todo caso, solo podían asumir responsabilidades ante
los tribunales de su propia nación.
La justicia estriba en la imparcialidad, y solo
pueden ser imparciales los extraños.
George Bernard Shaw
Entre otros, con tal proceder en el proceso de Nüremberg, se
vulneraban el principio de preconstitución del juez, el principio de
imparcialidad e independencia del tribunal -dado que los jueces deben estar
desprovistos de prejuicios o de toma de posiciones subjetivas- y el principio
contradictorio, es decir, la disponibilidad de los medios de prueba y la
defensa técnica, con una igualdad sustancial entre las partes procesales para
que tuvieran idénticas posibilidades de influir equitativamente en el
resultado de la sentencia.
A mayor abundamiento, el Derecho Internacional regulaba las
relaciones entre Estados soberanos e independientes, y en el Tribunal de
Nüremberg se sentaron personas físicas. El Juicio, pues, vino a quebrantar los
principios hasta entonces incólumes en los que se apoyaba el Derecho
Internacional, como eran los de soberanía de los Estados y el de paridad de
dichos entes.
Si el principio paritario quedaba hecho añicos, otro tanto
se puede decir sobre la falta total de imparcialidad aplicada en el Juicio,
pues los países vencedores se erigieron en jueces y parte al mismo tiempo,
animados e imbuidos por el odio y el rencor, en un juicio contra los vencidos.
La falta de imparcialidad fue la norma de aquella trágica simulación. Jueces y
acusaciones, eran todos ellos, exclusivamente, de las cuatro potencias
vencedoras. El Tribunal adolecía de lo más elemental que se puede exigir cuando
se imparte Justicia, sin cuyo requisito no puede atribuirse tal nombre a una
Corte: la monstruosa y acusada imparcialidad de los juzgadores, sin
posibilidad, por otra parte, de recusación por las víctimas dada su notoria
enemistad, a pesar de la constatación de que algunos de los jueces tenían un
pasado venal y corrupto. La inmensa mayoría de las personas que formaban parte
del Tribunal estaban manifiestamente predispuestas contra los imputados, bien
por razones políticas o por problemas raciales. Desde un principio no se
propusieron, quienes se ofrecieron a esa mascarada a la que eufemísticamente
calificaron de “juicio”, a juzgar, sino que se limitaron a acusar, a fustigar y
a castigar, inventándose las normas inexistentes y ultrajando al derecho de los
pueblos civilizados. El bilioso bando de los vencedores, movidos solo por el
ansia de la humillación y el escarmiento al vencido, con saña inusitada, sin
reparos en su perversa y criminal conducta y acción, monopolizando la prueba,
la instrucción, la acusación, el veredicto y la ejecución, escenificaron y
consumaron la mayor burla y el supremo escarnio jurídico cometido, hasta
entonces, contra la correcta Administración de Justicia y el Derecho
Internacional.
Ni un solo juez, jurista, fiscal, magistrado o verdugo de
los que intervinieron en Nüremberg lo fue de un país neutral durante la
conflagración. No interesaba, desde una posición neutral, enjuiciar, sino la
eliminación atropellada, rápida y sin garantías de los principales dirigentes
del III Reich, a toda costa, aun a riesgo de embadurnar para siempre, con un
tizón ya imborrable, la noción de justicia y de equidad.
Los interrogatorios de los acusados tuvieron lugar sin la
preceptiva asistencia letrada, por la prohibición impuesta de que sus abogados
defensores estuvieran presentes en los interrogatorios donde se les
incriminaba, ni se les reconoció el elemental derecho a no declararse
culpables, a no efectuar declaraciones en su perjuicio o, incluso, a presentar
durante la fase preliminar pruebas en su descargo. Ni siquiera se les permitió
elegir a sus propios abogados defensores y, algunos acusados, llegaron a tener
dos fiscales y ningún defensor.
Se les sometió a torturas, como la de suministrarles una
escasa e insuficiente dieta, o la de privarles del sueño durante varias noches
para intentar arrancarles declaraciones en estado de somnolencia, durante las
varias horas sometidos a los interminables interrogatorios. A Julius Streicher
le arrancaron los dientes y, una vez inmovilizada la cabeza, le escupieron en
la boca. Como abogado se le designó a un judío, el Dr. Marx.
Muchos de los testigos fueron torturados, golpeados y
maltratados con métodos ignominiosos, como fue reconocido posteriormente por el
senador norteamericano Mc Carthy quien, en declaraciones a la prensa el 20 de
mayo de 1949, manifestó que “he escuchado a testigos y he leído testimonios que
prueban que los acusados fueron golpeados, maltratados y torturados con métodos
que no podían haberse originado sino en cerebros de enfermos”.
Entre los encargados de los interrogatorios encontramos
apellidos que delatan su etnia, su nariz, sus orejas y su religión, tales como
William R. Perl, Morris Ellowitz, Harry Thon, Kirschbaum o A. Rosentfeld, etc.
La sentencia estaba ya predeterminada y dictada antes de comenzar las sesiones.
Como resumió el mariscal Göring acertadamente “No era menester tanta comedia
para matarnos”.
Otro senador norteamericano, Robert A Taft, comentaba: “La
muerte en la horca de estos diez hombres, es para América una lacra que nos
abrumará por mucho tiempo”.
Muchas pruebas fueron falsificadas e, incluso, las traducciones
de innumerables documentos incorrectas, los documentos de exoneración
eliminados o desaparecidos cuando no tergiversados. Como piezas acusatorias se
utilizaron, en muchos casos, fotocopias de simples copias. Los documentos
originales no se aportaron al Tribunal,
Tampoco se pudo demostrar, porque no existía, una relación
clara y directa de los acusados con las imputaciones.
Mientras la acusación disponía de todos los documentos
confiscados para expurgarlos y manipularlos, la defensa tenía que limitarse,
exclusivamente, a su memoria para contradecir y contra argumentar. En
Nüremberg, en un juicio acelerado, nada serio y desquiciado, no existió ningún
peritaje fiable, ni testigos expertos y mucho menos prueba contrastada. Fue un
auténtico montaje.
Como acertadamente analiza Peter Kleist, en su obra “El
crimen jurídico de Nüremberg”, no hubo principio de derecho que no fuese
pisoteado y apunta, entre otros, que no debiera jamás haber existido castigo
sin ley, que fueron sustraídos a su juez natural y que se hizo responsables a
personas ajenas a cualquier hecho de los que allí se invocaban en tono
político.
Además, en este caso, se introdujo, para mayor redundancia,
el concepto antijurídico de culpabilidad colectiva frente a la culpa y la
responsabilidad individual que hasta entonces había regido el derecho.
En el juicio no se escuchó ni un mínimo reproche al
“humanitario” sistema comunista, ni una sola reprimenda por los excesos
constantes cometidos por ingleses, franceses y americanos a lo largo del
conflicto mundial, hasta la traca final del mismo.
En Nüremberg se sentó otro principio antijurídico al admitir
que “el tribunal no habrá de verse trabado por reglas técnicas de la prueba,
sino que podrá admitir toda prueba testimonial que estime pueda tener valor
probatorio”, lo que se tradujo en la práctica en la admisión de escritos y
anónimos de supuestos testigos que ni siquiera se ratificaron, porque no lo
consideraron necesario, ni fueron oídos los mismos testimoniar bajo juramento,
admitiéndose, además, como prueba por este sistema, manifestaciones de meros
conocimientos de oídas o dichos de terceros no determinados.
El Tribunal, por mentira que parezca, no estaba sujeto a
reglas de evidencia, ya que estaba autorizado a admitir cualquier tipo de
elemento probatorio sin la necesaria verificación de fiabilidad ni de
veracidad, o, por el contrario, de rechazar cualquier documento exculpatorio
sin fundamentar su decisión. El mayor sarcasmo, en este ámbito, fue que
quedaban exentos de prueba aquellos hechos que el Tribunal a su arbitrio
considerase eufemísticamente “hechos reconocidos universalmente”, lo cual, en
el caso de los vencedores, no dejaba de ser una torva paradoja.
Hay que tener en cuenta y ponderar que los documentos de
convicción, probatorios de la inocencia de los acusados, estaban requisados
como botín de guerra y en poder de los acusadores quienes, con su incautación y
ocultación, no dejaron a las defensas tener acceso a los mismos, ni su
utilización en el procedimiento, a quienes podrían haber puesto de manifiesto
la enorme equivocación que se pretendía denodadamente cometer.
Existió en el Proceso una doble vara de medir. Mientras que
los fiscales intervenían las pruebas que pretendían aportar, la defensa, los
abogados, no tenían derecho a examinar ni a verificar los documentos que los acusadores
pretendían esgrimir.
El carrusel esquizofrénico de los vencedores llegaba al
paroxismo si tenemos en cuenta que, mientras se elaboraba en las Naciones
Unidas el texto de la Declaración de los Derechos Humanos, aquellos mismos eran
pisoteados y aplastados en el Juicio de Nüremberg, en los que se aplicaba la
pena de muerte frente al tan cacareado derecho a la vida; se vulneraba el
principio consagrado en lo relativo al derecho de los acusados a ser oídos
públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial o por el
derecho que se recoge en la declaración Universal de los Derechos Humanos que
nadie podrá ser condenado por actos u omisiones que, en el momento de
cometerse, no fueran delictivos según el derecho nacional e internacional, como
ocurrió en aquel siniestro proceso.
El fallo de la sentencia, de aquellos implacables y
sanguinarios sayones, fue inapelable. No se consideró, ni tan siquiera, la
posibilidad de poder recurrir la severa sentencia inapelable, dictada en los
efluvios de la venganza, a ninguna otra instancia superior para su posible
casación por infracción de Ley y por quebrantamiento de forma. Se negó en
rotundo la revisión de un juicio tan anómalo como aquel. La revancha debía ser
infalible.
Lo que resulta más chocante del juicio de Nüremberg es que
todos los cargos aducidos en la acusación solo podían repercutir y ser
aplicables contra los alemanes, enrocándose los vencedores en la omisión de un
examen semejante a todos y cualquiera de sus actos por idénticas conductas o
inclusive mucho más peyorativas y perniciosas. Los vencedores, autores de las
mayores atrocidades, pero proclamándose inimputables a pesar de sus crímenes
manifiestos, se erigían, sin ninguna credencial, en juzgadores de los vencidos.
Los hechos imputados a una sola de las partes contendientes y sancionados con
la máxima dureza estaban justificados y amparados cuando los autores de los
mismos eran del bando de los juzgadores. Su catadura moral, al ver la paja en
el ojo ajeno y no percibir la viga en el propio, invalida de cualquier
autoridad a los actores de la mascarada escenificada en el proceso de
Nüremberg.
Ni una sola de las brutalidades y barbaridades perpetradas
por los Aliados, que bombardearon y asolaron poblaciones civiles e indefensas,
arrasando ciudades enteras sin valor estratégico, que quedaron calcinadas, con
sus terribles incursiones aéreas donde los objetivos indiscriminados eran las
mujeres, los niños y los ancianos, como fueron los casos, entre otros muchos,
de Dusseldorf, Berlín, Hamburgo, Bremen, Nüremberg, Colonia, Francfort o Dresde
-en esta última ciudad, por poner un ejemplo, en una sola jornada los
bombardeos eliminaron a trescientas cincuenta mil personas indefensas-. Ninguna
acción de los Aliados ha tenido, hasta la fecha, el merecido castigo. Nadie del
bando Aliado ha sido juzgado ni condenado por el uso y abuso en la utilización
de bombas incendiarias con sus devastadoras consecuencias entre la población.
Los crímenes perpetrados por el maquis francés han quedado impunes. Tampoco se
ha sentado en el banquillo a ningún responsable por el holocausto y el
genocidio del lanzamiento de la bomba atómica contra las ciudades de Hiroshima
y Nagasaki, carentes de interés militar y arrojadas en los estertores de la
guerra. Nunca se contempló enjuiciar la agresión de la Unión Soviética contra
Polonia o contra Finlandia, ni se castigó a las persistentes, reiteradas y
continuas violaciones de las convenciones Internacionales de la Haya y Ginebra
por el trato dado a los prisioneros de guerra por sus hordas. Hasta el día de
hoy nadie ha respondido por los crímenes de las fosas de Katyn, donde se
encontraron los cuerpos asesinados de más de quince mil soldados y oficiales
polacos, crimen perpetrado por una de las potencias vencedoras, la Unión
Soviética, y que era una de las que se sentaba en la mesa del Tribunal para
juzgar a los vencidos. Todas las vejaciones cometidas por los vencedores, por
repugnantes y aberrantes que hubiesen sido, han sido indultadas e
incomprensiblemente perdonadas.
Lo que dejó claro este proceso es que los vencedores no
estaban sometidos a las mismas leyes que los vencidos. Fue la apoteosis de la
hipocresía y el fariseísmo.
Con la perspectiva que da la lejanía en el tiempo ya
transcurrido ha quedado en evidencia que, el Juicio de Nüremberg, fue el
proceso vindicativo de los auténticos vencedores de la guerra, en la hora del
crepúsculo de Europa, que quedaba
dividida y atenazada entre el yugo
soviético y la usura occidental. Como con acierto y tino ya apuntó, en 1949, el
norteamericano A. O. Tittmann, en “The Nüremberg Trial”(8) al manifestar: “No
es sorprendente que el pensamiento de hacer un proceso penal a los conductores
de los pueblos vencidos proviene de un judío, del juez Samuel I. Rosenman, el
consejero extra-oficial de Roosevelt y más tarde de Truman, él mismo en
estrecha relación con Berhard Baruch… Rosenman y Jackson tuvieron como
colaborador para montar la parte americana del proceso a otro judío, Sheldon
Glück, que según el “Times” era consejero oficial de Jackson…Al destruir los
últimos jirones del derecho de gentes Jackson y sus colegas han generado
sucesos que atribularán horriblemente a su descendencia”
El fiscal británico Sir Hartley Shawcross, declaraba en
1948, a toro pasado: “El proceso de Nüremberg se ha transformado en una farsa,
me avergüenzo de haber sido acusador de Nüremberg como colega de estos hombres,
los rusos”; otro testimonio, de forma excepcional, son las manifestaciones de
un juez honesto norteamericano, Wennersturm, quien prefirió dimitir de su cargo
antes que participar en un acto tan ignominioso, por considerar que su
presencia en aquel escándalo jurídico hubiera sido una causa de deshonor
personal, y una mácula para la Justicia de su país, porque no pudo soportar la
prepotencia y arrogancia de los juzgadores y sus sentimientos de venganza y,
tras una serie de puntos explicativos de su decisión de abandonar aquel
aquelarre jurídico, terminaba diciendo: “si hubiera sabido siete meses antes lo
que pasaba en Nüremberg, entonces nunca hubiera ido allá”
Los encausados de Nüremberg fueron auténticos mártires de la
flagrante injusticia de un proceso sádico y contaminado. El “crimen” de los
vencidos no fue el desencadenamiento de una guerra que no iniciaron -Alemania
jamás declaró la guerra a Inglaterra ni a Francia y mucho menos a los Estados
Unidos-, porque históricamente sucedió todo lo contrario, sino el haber perdido
la partida, eso sí, heroicamente, combatiendo contra fuerzas infinitamente más
numerosas y tener que soportar el fatídico ¡Vae victis!
* Fuente: La infamia de Núremberg,
http://infinitomisterioso.blogspot.com.ar/2013/01/la-infamia-de-nuremberg.html
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